Valerio Magrelli

Hápax.

Con la autorización de las disciplinas sociológicas, creo que la más bella definición de poesía es aquella que ofrecía Alfred Jarry de la patafísica, la disciplina imaginaria fundada por él: “ciencia de las excepciones”. Por esto aprecio profundamente la expresión griega “hápax”, de “hápax legómenon”, o sea, “dicho una sola vez”.

Este término refiere a una palabra de la que se posee un solo registro al interior de un sistema lingüístico o de un corpus dado (texto literario, lengua de un autor, etc.) Así, por ejemplo, el sustantivo “acerbitate” en Dante, empleado en el Convivio por única vez. Y bien, pienso que cada poesía, considerada en sí y para sí, corresponde a un hápax, en cuanto es siempre única, sola, excepcional.

Obviamente eso no significa que la poesía no represente el resultado de una cultura, de una época, de una tradición, de una ideología, entrelazada con el mundo del que surge, tejida con sus hilos, impregnada de historia. Pero subsiste aún el hecho de que un texto poético puede decirse tal porque, literalmente, no tiene igual.

Inasimilable a promedios, estadísticas o diagramas característicos de la producción en serie, la obra de arte, fósil conmovedor, yace junto a su aura como un insecto dentro de su ámbar, impronta digital, producto individual hecho a mano, y hecho para pasar de mano en mano.

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Explicit.

Todos se preguntan cómo nace una poesía: yo encuentro más interesante preguntarse cómo termina.

Que la inspiración, golpe de rayo o chispa, existe verdaderamente, no hay ninguna duda. A veces puede ser descripta de modo un poco diferente del habitual (estudiando, por qué no, circuitos cerebrales, sinapsis, redes neurológicas), pero de cualquier modo nadie cuestiona su importancia. El misterio del inicio, en latín incipit, aparece en definitiva universalmente reconocido. Pero me pregunto, ¿no resulta más apasionante el milagro del “explicit”, es decir, de aquello de que depende la última parte de un texto?

Tal vez un poeta sea verdaderamente tal si sabe cuándo detenerse, cuándo cesar la obra de pulido, cuándo suspender la proliferación de variantes; en definitiva, cuando logra decir “basta”.

Como en el momento de abandonar un almuerzo, los saludos parecen no terminar más. El desprendimiento es difícil, y es natural tratar de postergarlo. Se charla tan bien en la puerta que querríamos no irnos más. Lo mismo sucede con los versos. Es duro tener que despedirse. Pero el explicit nos llama. Es necesario un don, un talento: la inspiración de la conclusión.