Cernuda y Las nubes. Edgardo Dobry

Cernuda y Las nubes (1937-1940)
por Edgardo Dobry

Con Las nubes (1940) la Historia irrumpe en el virtuosismo melódico de Cernuda.
Con Las nubes, Cernuda se vuelve el poeta que lleva la poesía en lengua castellana hasta su contemporaneidad.
Al momento puro, a la dormida o agitada luz mediterránea, al goce o tormento del deseo de sus primeros libros, suceden el destierro, el dominio hispánico de la muerte, la lucha dramática —también en el sentido teatral del término— contra “el español terrible”.
Ese es, al mismo tiempo, el proceso por el cual la poesía española se abre a la posibilidad de una objetivación de la experiencia (histórica, erótica, estética). La Guerra Civil, que lo echa de España, arroja a Cernuda a la historia de España: en Escocia, en Inglaterra, en Estados Unidos o en México (donde muere a los 61 años), Cernuda es contemporáneo de su tierra y del mundo, mucho más de lo que pudo serlo durante su juventud de impecable dandy andaluz.

Desterritorializado, luchando contra las tendencias tradicionales de la poesía castellana, Cernuda es, hasta su muerte, el primer poeta de España, en todos los sentidos de esta formulación. Jorge Guillén fue, en este sentido, su figura simétrica: toda su poesía permanece detenida en la epifanía del mediodía mediterráneo. Guillén y Pedro Salinas —lo testimonia la extensa correspondencia entre ambos[1]— representan el esfuerzo supremo por mantener a la poesía lejos del lodo del mundo, que por aquellos años era lodo de sangre y fuego. También en esto fueron herederos puros de Juan Ramón Jiménez.

La irrupción de la Historia en la poesía de Cernuda no es, entonces, una fatalidad: es una elección y un ejercicio estético y moral de una dificultad extrema. Que él fue del todo consciente de la necesidad de tal empresa queda claro, por otra parte, cuando rememora su devoción juvenil por Juan Ramón Jiménez: “Cuánto trabajo me costaría luego librarme de ese tipo de poesía personal subjetiva, desatenta por completo ante la vida y el mundo”.
Pasar de lo personal subjetivo a la objetivación: he ahí la forma en que Cernuda asume, en soledad y en posición extrínseca, el paso que la poesía española pedía a gritos sin que nadie más que él pudiera escucharla, aturdidos o enceguecidos como estaban todos por la hiperestesia juanramoniana y la católica luminosidad de Guillén.
Por eso señala: “Creo que fue Pascal quien escribió: «No me buscarías si no me hubieras encontrado», y si yo busqué aquella enseñanza y experiencia de la poesía inglesa fue porque ya la había encontrado, porque para ella estaba predispuesto”. A partir de los años sesenta —piénsese en el retraso y la dificultad con que se accedía en la Península a la obra de los exiliados—, los jóvenes poetas que en España intentaban no seguir repitiendo la misma canción lo tomaron como faro; Gil de Biedma, por ejemplo, escribe en 1962: “[Cernuda] no influye, enseña. Cernuda es hoy por hoy, al menos para mí, el más vivo, el más contemporáneo entre todos los grandes poetas del 27, precisamente porque nos ayuda a liberarnos de los grandes poetas del 27”. Donde por “los grandes poetas del 27” debe entenderse sin duda a Guillén, a quien Gil de Biedma dedica más de la tercera parte de sus ensayos reunidos[2]. Y, a través de Gil de Biedma, buena parte de la poesía que se escribe hoy en España desciende directamente del Cernuda de madurez.

El esfuerzo de Cernuda por encontrar las formas de objetivar la experiencia, auténtica obsesión de su obra desde Las nubes, es parte esencial de ese “trabajo” por alejarse de “la poesía personal subjetiva”. No hay posibilidad de error en este punto; en “Historial de un libro”[3] subraya aun, refiriéndose a su Invocaciones, el libro anterior a Las nubes: “me [sentía] capaz (perdóneseme la presunción) de decirlo todo en el poema, frente a la limitación mezquina de aquello que en los años inmediatos anteriores se llamó poesía «pura»”.

Es cierto que ya en sus primeros libros —los que abarca la primera edición deLa realidad y el deseo, de 1936— se nota una cierta tensión que aviva la impecable composición de sus ejercicios clásicos. No es difícil adivinar que esa inquietud está relacionada con la homosexualidad. A partir de Égloga, elegía, oda (1928) y de Invocaciones (1935) el amor está cada vez más presente, y el objeto amoroso es cada vez más claramente masculino. En esos libros hay casi un exhibicionismo de precisión métrica y acentual.
La bacanal rubendariana muestra allí una de sus dos claras posteridades: en América Latina, el posmodernismo fue hacia la vanguardia y derivó en un verso de métrica irregular, muy libre, que cultivaron Huidobro, Borges, Neruda, más tarde Lezama Lima. En España hay un retraimiento hacia las formas tradicionales, como en el Romancero de García Lorca, en el Cántico de Guillén o en aquellos libros primeros de Cernuda.

Desde un principio es notoria la madurez estética de Cernuda, pero también cierta limitación de registro temático, que lo impulsa a una épica del amor materializada con frecuencia en una imaginería visiblemente influida por el surrealismo. Allí Cernuda tiene momentos de una precisión memorable, como en el famoso “No decía palabras”:
Porque ignoraba que el deseo es una pregunta
cuya respuesta no existe,
Una hoja cuya rama no existe,
Un mundo cuyo cielo no existe.

Pero también una visión extasiada del paisaje, que esconde bajo su perfección formal la amenaza de un exceso de abstracción; peligro, por otra parte, que acechaba —cuando no arruinaba— a las grandes masas de líquido verbal que surgieron en castellano bajo la égida de Rimbaud y de Breton:
Mas hoy es imposible
Buscar la luz entre barcas nocturnas;
Alguien cortó la piedra en flor,
Sin que pudiera el mundo
Incendiar la tristeza.
Sólo un lugar existe, cuyos días
Nada saben de aquello,
Aunque todo allí sea mortal, el miedo, hasta las plumas;
Mas las olas abrazan
A tanta luz aún viva.

En el Cernuda anterior a la Guerra Civil la grandeza es también el límite: la sutileza de un oído preparado para asumir la perfección del metro y el ritmo. Es allí donde se hace evidente el magisterio de los grandes clásicos, sobre todo de Góngora y Garcilaso. A partir de Las nubes[4] la inflexión cambia de signo; la filigrana de la estrofa empieza a disolverse, la síncopa del verso se fuerza hasta el borde del disloque (Cernuda siempre dijo que el jazz formaba parte de sus fuentes de inspiración), aunque nunca abandona del todo su sujeción a esquemas métricos que formen un sistema del todo coherente dentro de cada composición.
Sucede, sin embargo, un hecho que no debe pasarse por alto: Las nubes empezó a escribirse en Valencia, en mayo de 1937; el primer poema escrito fuera de España es probablemente “La fuente”, de la primavera de 1938, compuesto en París tras un paseo por los Jardines de Luxemburgo; y la primera página escrita en Londres es “Niño muerto”, poco posterior a aquélla. Estos datos son significativos puesto que el cambio de inflexión no se da de un solo golpe sino a través de numerosos vaivenes, más o menos paralelos a los desplazamientos que Cernuda hizo por entonces, hasta asumir que no podía volver a España y aceptar un cargo de profesor en Inglaterra.
Las nubes puede leerse, entonces, como un hiperpoema o largo metapoema acerca del complejo paso de lo “personal subjetivo” a la poesía atenta “ante la vida y el mundo”, puesto que está allí la búsqueda de las diversas formas de objetivación de la experiencia. Es curioso, y no poco significativo, que Cernuda haya elegido para ello algunos temas bíblicos, como en “Lázaro” o “La educación de los Magos”.

El inicio de la Guerra Civil, el asesinato de García Lorca, el Congreso Antifascista de Valencia encuentran a un Cernuda preparado para convertirse en el artífice de la incorporación de esos golpes a la poesía en lengua castellana: no mediante un mero cambio de argumento sino a través de una entera mutación de la manera de asimilar y transformar el asunto del poema. La labor no era sencilla; Cernuda iba hacia una forma de decir en verso a la que, como apunta Gil de Biedma, “tampoco se pliega fácilmente el idioma castellano”. De allí la rareza de su acento, que suena a veces como un amargo matiz extranjero en la dulzura del habla andaluza[5].

Se trata de un acontecimiento dinámico, en el que Cernuda encarna la historia de la poesía castellana de los últimos siglos, aceptando —quizá sin plena conciencia de ello, es decir de que esa empresa no atañía sólo a su obra— el desafío de su transformación. Así, en Las nubes, empieza por remedar ese romanticismo que la poesía española —a pesar de la devoción de Cernuda por Bécquer— nunca tuvo de forma seria. El primer poema del libro, “Noche de luna”, carecería enteramente de sentido (y, por tanto, Cernuda no lo hubiera escrito) si España hubiera tenido, a su debido tiempo, alguna figura comparable a la de Leopardi, evidente influencia de esa página:

... Aquella diosa virgen
que misteriosamente, desde el cielo,
con amor apacible
asiste a sus vigilias
en el silencio dulce de las noches.

Parece que el poeta necesitara este escalón para saltar hacia otra cosa, para cumplir el proceso hacia una forma nueva de pensar la poesía en castellano. Incluso en la segunda pieza, “A un poeta muerto”, donde el asunto es el fusilamiento de García Lorca y, por tanto, señala la primera irrupción precisamente fechada de la Historia en la poesía de Cernuda, la mentalidad sigue siendo romántica: García Lorca aparece como el artista por antonomasia, víctima propiciatoria de una sociedad brutal que no puede tolerar la finura de su espíritu, no muy lejos de “esa rara especie de hombre” que es el poeta muerto de frío por la crueldad de “El rey burgués” en el primer cuento de Azul, de Darío.
Sin embargo, en la segunda estrofa de este poema, vemos la transición que lleva de una visión típicamente romántica del poeta (pocos años atrás Cernuda había traducido, con la ayuda del escritor alemán Hans Gebser, algunos poemas de Hölderlin, cuyo eco parece oírse aquí) a la dureza de una mirada sobre la idiosincrasia española:
Leve es la parte de la vida
que como dioses rescatan los poetas.
El odio y destrucción perduran siempre
sordamente en la entraña
toda hiel sempiterna del español terrible,
que acecha lo cimero
con su piedra en la mano.

Los tres últimos versos —ya más cerca de Unamuno y del Machado de Campos de Castilla (“Castilla miserable, ayer dominadora,/ envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora”) que de cualquiera de aquellas estampas románticas o de cualquier versión juanramoniana de la “poesía desnuda”— marcan la dirección que seguirá a partir de entonces. Sin embargo, todo Las nubes está marcado por la tensión entre ambos polos; sin dejar el poema sobre la muerte de Lorca leemos:
La muerte se diría
más viva que la vida
porque tú estás con ella,
pasado el arco de su vasto imperio,
poblándola de pájaros y hojas
con tu gracia y tu juventud incomparables.

Versos hermosos, pero de un lirismo un tanto vago, en parte por los adjetivos hiperbólicos. Cernuda luchó denodadamente por vencer esta tendencia de sí mismo, que él identificaba con la parte perniciosa de la tradición española; deliberadamente o no, en todo “Historial de un libro” habla no sólo como un poeta español, sino como la poesía española misma. Por eso rechaza, en ese texto fundamental, no sólo algunos de sus poemas de los años 30 sino el elogio que de ellos hizo la crítica del momento: “Se nota también, en el tono de los mismos, ampulosidad; de ahí que me parezca absurda la pretensión de algunos de que «El joven marino» sea el poema mejor que yo haya escrito. En realidad si les parece así es a causa de esos dos defectos que acabo de indicar, garrulería y ampulosidad, que tan característicos son de nuestros gustos literarios tradicionales”.

Y también, al referirse al beneficio de su intenso contacto con la poesía en lengua inglesa: “Aprendí a evitar, en lo posible, dos vicios literarios que en inglés se conocen, uno, como pathetic fallacy (...), lo que pudiera traducirse como engaño sentimental, tratando de que el proceso de mi experiencia se objetivara, y no deparase sólo al lector su resultado, o sea, una impresión subjetiva; otro, como purple patch o trozo de bravura, no condescendiendo con frases que me gustaran por sí mismas y sacrificándolas a la línea del poema, al dibujo de la composición” (el subrayado es nuestro).

Quizás nunca consiguió del todo estos objetivos elevadísimos, pero desde Las nubes toda su producción traza una curva asintótica con ese eje. “Lázaro”, al que él llama “una de mis composiciones preferidas”, compuesto a partir de un pasaje del Evangelio de San Juan, es uno de los poemas fundamentales en esa línea: constituye uno de sus primeros intentos de monólogo dramático, tal como lo había formulado Robert Browning, y no casualmente es el primer poema del libro que mezcla versos de metro diverso, entre el heptasílabo y su reduplicación, el alejandrino:
Todos le rodearon en la mesa.
Encontré el pan amargo, sin sabor las frutas,
el agua sin frescor, los cuerpos sin deseo;
la palabra hermandad sonaba falsa,
y de la imagen del amor quedaban
sólo recuerdos vagos bajo el viento.
Él conocía que todo estaba muerto
en mí, que yo era un muerto
andando entre los muertos.

Un exiliado en la Europa de la Segunda Guerra: un fantasma en el reino de las sombras. Lázaro sólo resucita para comprobar que todo en el mundo es muerte. Desde entonces, la presencia de la muerte es cada vez mayor: “Vivir sin estar viviendo”, “Con las horas contadas”, “Desolación de la Quimera” son títulos de la última época de Cernuda. Pero si, en “Lázaro”, la referencia explícita es Browning, sin duda la apoyatura teórica está tomada de Eliot y su idea del “correlato objetivo”. En todo caso, en 1959, durante una entrevista en la que le preguntan por “los poetas máximos del mundo a esta hora”, Cernuda cita, además de Eliot y otros nombres, a “Cavafy, el poeta griego de Alejandría. De este último no conozco sino algunos poemas en traducción inglesa; pero aquél sobre tema de Plutarco, donde Marco Antonio oye en la noche la música que acompaña al cortejo invisible de los dioses, que la abandonan, me parece una de las cosas más definitivamente hermosas de que tenga noticia en la poesía de este tiempo”. Curiosamente, la necesidad de objetivación, que responde a los golpes de la realidad, se materializa en el mito.

Allí parecen fundirse, o al menos superponerse, la realidad como experiencia común y el deseo como situación subjetiva. El concepto de poesía de la experiencia, hoy socorrido hasta vaciarlo de cualquier sentido serio, aparece aquí en su exponente más brillante en lengua castellana. A más de sesenta años de su primera edición, Las nubes representa hoy la posibilidad de una lectura en todo su espesor: como el comienzo de una era de nuestra poesía que todavía no se ha cerrado; como documento de un poeta en el que la sensualidad y la sordidez de un mundo lleno de muerte se funden en una horma única. En la soledad y el aislamiento, donde toda una hora del mundo se detiene en un poema.