Patria. Gerardo Deniz.



Mil olvi­dos y dos recuer­dos me bas­tan para armarla.
El olvido se per­dona, pues cumplía entonces yo dos años:
hablo del churro de mi desayuno tempranero.
Los recuer­dos tienen menos de veinte años.
Unos son los cam­pos junto a Soria,
secos, entris­te­ci­dos al filo de noviembre,
que recorrí con mi amigo al atardecer,
mien­tras den­tro de mi crá­neo resonaban,
inex­plic­a­ble­mente,
los lar­gos arpe­gia­dos del coral de César Franck.
Y al fin, un mes después,
cuando, en el jirón restante
de la calle del Caballero de Gracia,
entré a la tienda aque­lla para que cuidasen de mis fotografías,
y tras el mostrador surgió una muchacha seria
y me miró—
y por unos segun­dos sentí deshac­erse, disolverse,
mi pecu­liar y gen­uino sobretodo helveticomexica
y fui un viejo las­civo judío o morisco
requiriendo de amores en silencio
a una don­cella cris­tiana de her­mo­sura casi inimag­in­able. Y amargo como Pafnucio:
—¿Por qué das tal poder a una creatura?

Escribo esto a mediodía (hora de otoño), a midi, ses fauves, ses famines,
y mi graznido de pigargo al arro­jarme al espa­cio postrero, mi Weltinnenraum,
pase­ando, inex­plic­a­ble­mente nervioso, por los pasil­los hue­cos del aerop­uerto de Barajas,
viendo des­fi­lar anun­cios y avi­sos de aerolíneas nunca vistas
que van —pero de veras— a todos mis mundillos,
a Kuwait, a Helsinki, a Ánkara y Angkor, a Sid­ney, vía Djakarta.
Era tam­bién el mediodía (hora de Greenwich)
y cuando por fin me arrel­lané en mi asiento en el avión
son­aba, quedo, música de Debussy
para des­pedirme de mi Eura­sia (un mes atrás, cuando llegué,
la música de fondo era, muy propi­a­mente, de Granados).
Ahora, a luchar con el sol, para lle­gar a Méx­ico a las 11 p.m.,
por­ta­dor de unos tur­rones de avellana
y de un fardo invis­i­ble de recuer­dos que añadir a un mon­tón ya desmesurado.

Soy un bor­botón de magma super­fluo, bro­tada en la super­fi­cie terrestre.
Los bomberos, lla­ma­dos con urgen­cia, aseguraron
que jamás habría peli­gro, que sen­cil­la­mente fuera siendo cubierto el adefesio
con pla­cas de amianto. Mamá tomó fiel nota
y, pasado el puer­pe­rio, dis­eñó diver­sas pla­cas de amianto
y encargó que man­u­fac­turasen doscientas,
mien­tras mi padre se encogía de hom­bros y predecía
que todo aque­llo no serviría para nada.
Tenía razón, pues, todavía hoy,
las pla­cas recor­tadas en amianto, a ima­gen y seme­janza de mamá
no embo­nan ni a golpes, las jun­turas se niegan
y el magma inagotable rezuma y escurre sin reposo;
para colmo, se caen más y más placas
y se quiebran, las tiran o las roban.
De ahí la sin­gu­lar­i­dad inútil de mi exis­ten­cia, si es que fuera tal.

Retro­cedamos. Rep­tando —vaga anímula—,
me lle­varon a cono­cer el mar a Santander.
Tan grande fue mi emo­ción, que eché a andar.
Por ese mar, supe pronto, se va a América, donde no ten­emos nada que hacer.
(Algo anál­ogo repetí en 1962,
cuando, como un Bal­boa cualquiera,
tomé pos­esión del Océano Pací­fico en mi pro­pio nombre
—y es sabido que por él se llega hasta Borneo.)
Pero, de momento, mi des­tino man­i­fiesto fue el lago Léman,
en cuyas aguas me metí y cuyas seiches conocí en —relativamente—
felices años.

Cuando regresé un rato a la penín­sula, en el 92,
la Con­fed­eración Helvética envió a saludarme
un automóvil con placa y escudo y todo
de la República y Can­tón de Ginebra
que vi pasar, dis­creto y efi­caz por una car­retera navarra.
Pero días atrás ya había res­pi­rado todo el aire de Fran­cia en Roncesvalles
y a su zaga, para mí, el de Europa entera,
el aire de mi Helve­cia y de Croacia,
de mi Escan­dia, mi Mun­ster, mi puszta, mi Cir­ca­sia y mi Carelia.
Poco después volvía a Fran­cia labortana,
durante un par de horas, la mitad de las cuales en Ciboure,
donde no se vio a nadie pero los ojos se me ane­garon al cruzar
hacia una casa sim­ple, del XVII, con una mod­esta indicación:
“Dans cette mai­son est né Mau­rice Ravel”.

Pronto cruzamos al revés la fron­tera, hacia el Baztán,
donde vi a las bru­jas y bru­jos en las cuevas de Zugar­ra­murdi y cruzó la car­retera un enorme gato negro,
descen­di­ente rec­tilí­neo de los que en otros tiempos
enno­blecían los aque­lar­res con su belleza impar.
Qué quieren que haga yo, si uno de mis zarcillos
se enrosca —ya hacía mucho entonces—
en aque­lla Vas­co­nia que conocí tan poco,
pues no vi ni las cade­nas arrebatadas al miramamolín,
que cuel­gan en la cat­e­dral de Pamplona,
donde no pude entrar porque la esta­ban reparando.

Mediter­rá­neo. —Donde, según el anar­quista Elysée Reclus,
el alma se des­pereza en uno de los cli­mas más tonif­i­cantes del globo (apud. J. Verne).
(Ah, no se me olvide, mide un titipuchal de mir­iámet­ros cuadrados.)
Acaso me aso­maría a él teniendo menos de un año; qué importa,
pero en el año de semi­m­i­le­nario colom­bino, lo conocí en Cambrils
mien­tras unos bar­quichue­los volvían de pescar sardinas,
pese a no haber alcan­zado el Egeo ni, por ende, el Eux­ino argonáutico
donde el Cáu­caso se refleja, ácido y gra­mat­i­cal­mente enrevesado.
Luego, desde Barcelona, el Mediter­rá­neo noc­turno que contemplé
fue sólo un poco de agua som­bría y chapoteante.

Mi único viaje a París
fue —¡casi nada!— cuando estaba a punto
de cumplir cua­tro años.
Todo era inmenso (o acaso era yo chico):
el fuego del sol­dado descono­cido y el arco del triunfo,
las escaleras inter­minables de Montmartre,
y desde el primer piso de la Eiffel
un barco dimin­uto por el Sena.
Cua­tro años más tarde me pasearon tris­te­mente por la Can­nebière desierta,
“Meurent les boches”, gara­bateado con gis en un muro. Y las sirenas.
En el puerto un sub­marino pre­histórico, larguísimo, no lejos del barco donde par­tiríamos mañana.
—Aman­des ou sor­bet? —pre­gunt­aba un camarero irreprochable
(almen­dras rel­lenas de polvo o bolanieve como las que nos lanzábamos los esco­lares en Ginebra).

La trav­esía mediter­ránea se dio mal,
me mareé, pero al atardecer
del otro día se oyó gri­tar —¡África, África!
y se vio acer­carse una her­mosa orilla argelina verde y cálida.

De Orán a Casablanca hubo dos tan­das sucesivas,
curiosa la primera, mirando andenes con mujeres moras
como fan­tas­mas de mediodía
(pero al recom­pon­erse la blanca envoltura
una de ellas dejó ver, un solo instante,
una larga falda verde lechuga alegre),
y el tren se fue ati­bor­rando de facinerosos.
Me dormí entre los bra­zos de mi madre
y soñé con la línea de mi lago,
el huerto, los cone­jos, mi gata Feli­ciana y acaso el tango “Celos”
en los cafés al aire libre.
Al des­per­tar mi padre nochempié me informó —con orgullo, supongo, por tener un vástago tierno y geográfico—
que habíamos pasado por Fez de madrugada.
Fez, donde no muchos años antes
lle­varon de vaca­ciones a Ravel, ya fulminado,
y el direc­tor del insti­tuto de estu­dios islámicos,
cer­e­mo­ni­oso y per­ifrás­tico le sugirió, cortés,
com­poner alguna obra de ambi­ente árabe,
y le fue respon­dido difi­cul­tosa­mente —ataxia, apraxia, agrafia, alalia…—
“Si escri­biese algo árabe, sería más árabe que todo esto”.
Lo dijo Ravel cubierto de gatos —“saben cuánto los quiero”—,
en tanto que a mí me habrían de lla­mar, en dos o tres edi­to­ri­ales, aprovechando un título del odioso Drieu,
L’homme cou­vert de femmes
porque dieciséis sec­re­tarias cada mañana
pasa­ban a verme y por mi bendición,
mer­mando mi forzada labor en pro de la marxismo-leninismo-castrolatría,
en tanto que otras muchas, en gen­eral más feas, apreta­ban el paso al cruzarse conmigo.
Y es fácil enten­der tan opues­tas reacciones
ante un señor nada mal y algo desconcertante
que pasa, anima sdeg­nosa, salu­dando apenas,
escucha pero nunca aconseja,
con­ste­lado de pres­ti­gios tan indis­cutibles como insondables,
que cuando le pre­gun­tan evoca con aplomo la costa soleada de su natal Turquía
—si bien otros dicen saber de buena fuente que es español aunque no se le note,
así como tam­bién con­sta que tim­o­nea una pequeña familia común y corriente.
¿Qué hacer ante él sino platicar un rato y, si no, persig­narse y escapar velozmente?
En su oficinita sobre­sale de la pared un pilar de cemento
que luce en rojo un mon­tón de para­le­las: son las estaturas
de algu­nas vis­i­tantes diarias y el cien­tí­fico lo explica en detalle a quien soporta oírlo.
Sen­tada al pie de esta escala, una asidua le espetó estas mem­o­rables palabras:
—Te envuelve un mis­te­rio que jamás podrás imaginarte.
—Ah, caray. Yo nada más me creí un vis­i­ta­dor de calei­do­sco­pios competente,
avezado en los ritos y pirue­tas concomitantes.

En el aerop­uerto de México
la luz verde me salvó de tener que abrir mi saco de viaje,
ati­bor­rado de tur­rones y libros vascos
que hoy por hoy ya me han robado.
Recibido por cua­tro de familia,
advertí un pelotón de mujeres, toda la lira,
acom­pañado por un quin­teto de ancianos
que, con salte­rio y todo, empezó a tocar valses nacionales viejos.
Las reconocí a todas y del grupo se alzó un mur­mullo de frases evocadoras:
(en primera fila una niña bonita sólo se agitaba,
con un chupón out­sized entre los labios.)
Tienes mucho que dar pero no lo sabes ofre­cer; Eres un apa­sion­ado y eso no tiene objeto; Eres el colmo de los col­mos del amor, sin ser nada empalagoso; Sí, Joan, mucho, mucho… mucho, mucho; Eres un cabrón tierno; ¿Así lo hacen de bien en esas tier­ras adonde vives?
El acento de esta última pregunta
me sor­prendió y busqué con la vista a su autora. Inquirí:
—Y tú, ¿en qué vuelo has venido? Anteanoche nos des­ped­i­mos para siem­pre en Madrid.
—A lo mejor tengo una capa del super­mán. Pero no te alarmes, que esta misma noche tengo que volver.
Cierta nativa audaz se adelantó:
—¿Sabes cómo se llama este vals viejo?
—Sí. “Algo se pesca” (recordé Cam­brils), y cuando oigo ese título me acuerdo de ti.
—Desagrade­cido.
Saludé al grupo con una ele­gante incli­nación de cabeza y una son­risa casi imperceptible.
Media hora más tarde comía yo en familia los tacos vari­a­dos de la medi­anoche al sur de la ciudad.
Con­taba yo y con­taba, y sin dejar de bromear sentí que todo aque­llo se trans­formaba en Aca­pulco treinta años atrás, o mejor sólo veinte. Nel mezzo
—porque acababa de escuchar el mejor elogio
en labios de la que me llevó a ver un Aca­pulco imposi­ble­mente azul.

¿Hasta dónde se va por este mar, decíamos?
Hasta Bor­neo —y es un caer de ánge­les la hora.
Entonces dos ánge­les vieron que las hijas de los hom­bres eran bellas
y las amaron: lo hondo del beso en cruz está en el centro,
Il pleut —c’est mer­veilleux. Je t’aime.
Nous res­terons à la maison:
Rien ne nous plaît plus que nous-mêmes
Par ce temps d’arrière-saison [Carco]
(Salta­ban cha­pu­lines tes­taru­dos con­tra el vidrio.)

Escribí por ahí que mi infan­cia no fue feliz, pero sí interesante.
Ahora entiendo que así fue toda mi vida.